El espionaje de EE UU dio a España la pista del presunto traidor Roberto Flórez - Un coronel ruso que trabajaba como agente doble español desapareció a finales de los 90
A finales de los noventa, un coronel del GRU, el servicio de espionaje de las Fuerzas Armadas rusas, residente en España, fue llamado inesperadamente a Moscú. No sin algunas dudas, el coronel, hijo de republicanos españoles criado en la Unión Soviética, acudió a la llamada de sus superiores. Nunca más regresó.
Su familia fue informada de que había perdido la vida de forma accidental, pero en el Centro Superior de Información para la Defensa (el antiguo Cesid, antecesor del actual Centro Nacional de Inteligencia, CNI) no hubo dudas: fue víctima de una trampa tendida por sus correligionarios. Ya había pasado una década de la caída del muro, pero en el impenetrable mundo de los servicios secretos heredados de la antigua Unión Soviética algunas prácticas no habían cambiado mucho desde los tiempos de la Guerra Fría.
El coronel desaparecido era un hombre muy culto que, según algunas fuentes, ejercía como médico en la Costa del Sol y que, tras una campaña de captación por parte del Cesid, se había convertido en agente doble; el más valioso que ha tenido España en la cúpula del espionaje ruso.
Ese tropiezo fue el más dramático, pero no el único, de los servicios secretos españoles en su empeño por obtener fuentes propias en los círculos de poder de Moscú. En los años 2002 y 2003 se produjeron episodios similares: destituciones o cambios fulminantes de destino de funcionarios rusos que trabajaban para el espionaje español o con los que acababa de iniciarse una tímida aproximación. El ex ministro de Defensa, Federico Trillo, relata en su libro
Memorias de Entreguerras cómo Rusia expulsó en 2002 a un suboficial destinado en la Embajada española en Moscú después de que España echara a dos diplomáticos rusos sorprendidos en actividades incompatibles con su estatus oficial.
Pero la alarma se encendió en 2004, cuando la CIA estadounidense se resistió a compartir con el CNI información delicada sobre Moscú con un argumento demoledor: "Sospechamos que estáis infiltrados por los rusos". No era sólo un pretexto. Meses después, en una reunión con responsables del servicio secreto ruso, éstos se jactaron ante sus colegas españoles de conocer al dedillo las actividades de estos últimos en su país.
En julio de 2005, el entonces director, Alberto Saiz, ordenó la apertura de una investigación interna de seguridad, con el objetivo de cazar al topo. No lo hizo por los procedimientos habituales, sino que se la encargó a un reducido equipo de personas de su máxima confianza, de forma que la mayoría del personal del CNI ni siquiera conocía su existencia.
Durante más de un año, los investigadores pusieron patas arriba el centro sin hallar nada. O sí. Una funcionaria fue sancionada por incumplir la normativa sobre incompatibilidades, pero eso no tenía nada que ver con los rusos. Descartado el personal en activo, se empezó a husmear entre los ex miembros de
la Casa. Y ahí apareció Roberto Flórez.
Se trataba de un personaje singular. Cabo de la Guardia Civil, trabajó en el servicio de inteligencia entre marzo de 1991 y marzo de 2004. Nadie le discutía su valor: estuvo destinado en el País Vasco, donde logró infiltrarse en el entorno de ETA; y en Perú, donde se granjeó la confianza del candidato opositor y luego presidente Alejandro Toledo. Pero tampoco su temeridad: en Euskadi acudía a la casa cuartel tras tomar unos
txatos en la Herriko Taberna, sin mayores precauciones; y la prensa peruana acabó descubriendo su condición de espía. El centro tuvo que sacarlo precipitadamente de Perú, como también antes de Euskadi, ante el riesgo para su integridad personal.
A su regreso a España, Flórez fue destinado como instructor a la Escuela del CNI, un inmueble ubicado en la sede central del servicio secreto, a las afueras de Madrid. Fue entonces cuando, según admiten conocedores del funcionamiento del centro, es posible que se le encargase algún trabajo sobre "fuentes humanas", que era su especialidad, con el objetivo de que sirviera de guión para alguna conferencia o como material didáctico para los alumnos. "En todo caso, nunca se le pudo pedir una monografía, como él sostiene, porque no era un teórico, sino un agente de calle, y porque no le correspondía por su categoría profesional", agregan los expertos.
De la emocionante vida de un agente clandestino, Flórez había pasado a la rutina de un puesto administrativo en una estructura burocrática. Con mucho menor prestigio y, sobre todo, con muchísimo menos sueldo; sin los complementos asociados a puestos en el extranjero o el País Vasco. Por eso a ningún compañero extrañó que pusiera su empeño en cambiar de destino e incorporarse a un área clave de la casa: uno de los departamentos más importantes de la División de Contrainteligencia, que se encargaba de neutralizar las agresivas operaciones de los servicios rusos.
Lo consiguió en enero de 2004, sólo dos meses antes de solicitar la baja voluntaria, el 12 de marzo. En aquellos días convulsos del atentado del 11-M y del cambio de Gobierno, su marcha suponía casi un alivio. Flórez era tan bueno como conflictivo. Ya tenía dos expedientes abiertos por saltarse las normas de seguridad. En una ocasión, por ejemplo, esgrimió su condición de miembro del CNI en un incidente de tráfico en Valencia, lo que está taxativamente prohibido. Según la normativa interna, ambos expedientes deberían haber seguido su curso pero, tras la marcha de Flórez, nadie se preocupó de él y acabaron siendo archivados.
Miembros del centro creen que si decidió irse justo cuando acababa de conseguir su objetivo de trabajar en el área de Rusia, era por temor a que la investigación de los expedientes destapara su doble juego. Pero eso no ocurrió hasta tres años después.
El 23 de julio de 2007, la policía entró en una vivienda y un despacho de Flórez en Puerto de la Cruz (Tenerife) y se incautó de cajas enteras con información clasificada (CDs, DVDs, discos de ordenador, documentos en papel), así como dos cartas, fechadas en 2001 y 2002 y dirigidas al entonces número tres de la Embajada rusa en Madrid, Pietr Melnikov. En las cartas, Flórez le ofrecía su colaboración y la posibilidad de facilitarle información sensible a cambio de, al menos, 200.000 dólares (unos 150.000 euros).
Cuando la policía, por orden del juez, registró el domicilio de Flórez, ya sabía lo que se iba a encontrar. Los especialistas del CNI lo habían hecho días antes, como colofón de la investigación de seguridad ordenada por el director en 2005. Fue precisamente la constatación de que el ex espía conservaba en su poder una ingente cantidad de documentación secreta -cuya sustracción del CNI supone un delito-, así como las dos cartas que supuestamente probaban su traición, lo que llevó a Saiz a poner el caso en manos del fiscal y a presentar la denuncia que, dos años y medio después, ha desembocado en el juicio por traición que desde el pasado lunes se celebra a puerta cerrada en la Audiencia Provincial de Madrid.
Este juicio no podrá aclarar, sin embargo, qué consecuencias tuvo para el servicio secreto español la traición de Flórez, si es que se produjo, ni por qué sus antiguos compañeros sospecharon que el topo era él. El sumario comienza con los registros judiciales, como si la policía se hubiera presentado por casualidad en la casa del ex espía, y ni el tribunal ni las partes han tenido acceso a la investigación interna de seguridad, que sigue siendo secreta.
Cualquiera que sea la sentencia, los problemas del CNI con Rusia no empezaron con Flórez -ya que el asesinato del coronel de la GRU es anterior a su carta a Melnikov- y, pese a las cordiales relaciones oficiales, no es probable que se terminen con él.